“Saulo de Tarso” era el nombre de un trasbordador espacial que viajaba por todo el espacio buscando a Dios.
A mediados del pasado siglo, el matemático Michel Holdbach demostró con una ecuación que Dios no existía. La humanidad gozó de la mejor época de su historia: paz, amor y una unión que las guerras santas nunca consiguieron. En cuestión de tiempo el ser humano conquistó el espacio y habitó otros planetas, y su reproducción fue moderada, porque no había ningún Papa prohibiendo el condón.
Pero el Vaticano no se quedó tan tranquilo. Decidió usar el poco dinero que le quedaba en construir una nave para explorar el universo y encontrar a Dios. El “Saulo de Tarso” despegó de la Plaza de San Pedro con una tripulación de teólogos, sacerdotes, obispos, cardenales, robots programados para servir y monjas armadas… de guitarras, que ambientaban el viaje cantando soy tan sólo viento sediento y pronto me iré…
Entre nebulosas, cuasares, asteroides y planetas, buscaban al motor de motores.
-¡Ya les dijeron que no existe! ¡No insistan, entiéndanlo! –protestó uno de los robots sirvientes, que al conectar su CPU a la red de la Tierra tenía acceso a libros de Richard Dawkins, Michel Onfray, James Randi, Pascal Boyer y Christopher Hitchens.
-¡Calla, hereje! –gritó Juan Pablo II, quien había sido clonado gracias a una ampolleta con su sangre que se veneraba como reliquia.
El robot emitió un zumbido equivalente a un suspiro humano, y miró por la ventanilla a la inmensidad de un cosmos que, como hacía milenios Stephen Hawking había señalado, no necesitaba de un creador.
*Ilustración: Erika Hernández / Microcuento: Bernardo Monroy